Las chicas del campo, trilogía de Edna O’Brien

Faltan unas pocas páginas para que termine de leer el tercer volumen de la trilogía «Las chicas del campo» de la irlandesa Edna O’Brien -apenas el Epílogo- y creo que ya puedo hablar de ello. Comenzaré por el final al que, insisto, aún no he llegado.

¿Me esperará un final tipo «Thelma y Louise», trágico pero liberador, de las dos amigas -que se van haciendo más amigas a medida que aumenta el peligro? No, Baba y Kate no son Thelma y Louise.

¿Será un final complaciente, las cosas volverán a su cauce? ¿Y qué es el cauce, si la novela se me ha ido desbordando a medida que avanzaba en su lectura? Si yo trataba de encasillarla en el cauce de la novela de iniciación las aguas se desbordaban y convertían el siguiente volumen en un ajuste de cuentas a la madre, en tono de novela psicológica. Cuando la novela comenzaba a parecerse un poco a algo llamado «En brazos del hombre maduro», con sórdidos relatos que recuerdan a la siempre autobiográfica Jean Rhys, de repente la novela ya no es sólo el relato de los intentos sentimentales de la joven en un mundo hostil, sino que nos encontramos con que la autora ha modelado unos personajes masculinos tan creíbles que pueden llegar a hacerse menos odiosos que Catherine.

Kate o Catherine, la joven indolente, sentimental, insegura e insumisa; junto con su amiga Baba o Barbara, egocéntrica, impertinente, insoportable y vengativa, plantean un primer volumen de novela de costumbres. Respiras el ambiente local, sientes el frío húmedo del prado de vacas en el pueblo de la Irlanda rural de los años 50, casi hueles el queroseno de las lámparas del internado donde estudian las jóvenes… hasta que dan el salto y convierten la novela en otra cosa.

Si el tono de «memorias de una joven emancipada que se busca la vida en la capital» nos empezaba a recordar a alguna novela de Stella Gibbons no comprendíamos cómo es que cuando en el libro se menciona a otro autor, éste sea James Joyce. ¡Joyce! Nada más lejos que Edna O’Brien, que sólo se le parece en lo irlandés. O, bueno, quizá en Dublineses. O en cierto tono de progresión, de avance en la vida del Retrato del artista adolescente. No, de acuerdo en que Edna O’Brien no le da al stream of conciousness ni a los retruécanos verbales de Joyce, pero ¡un momento! estas diatribas contra la Iglesia, contra la paternidad, contra Irlanda, contra la maternidad, contra las buenas costumbres, estas diatribas que podemos leer intercaladas en el relato, esos momentos de plena lucidez y plena rabia llega un momento en que se parecen a las frases más escatológicas, las más obscenas de Joyce.

Nos lo decía Virginia Woolf en un texto que no tiene nada que ver: A novelist, we reflect, is bound to build up his structure with much very perishable material which begins by lending it reality and ends by cumbering it with rubbish (The Common Reader). La novelista refleja en la novela su propia vida, su propia realidad, construye la estructura con materiales tan perecederos como son las vidas de las personas, y completa el edificio con basura (aunque Joyce y O’Brien dirían otra palabra).

Honorio Penadés

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