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Lluvia fina, Luis Landero

Siempre es un gusto leer lo que escribe Luis Landero, por su estilo, por los temas que trata y por su forma de contarlo. En esta ocasión he leído “Lluvia fina” con una escritura intachable.

Con unos personajes que arrastran un bagaje duro lleno de insatisfacciones, con una voz común, que es Aurora, y con un punto de partida que es la celebración de una fiesta de cumpleaños, tenemos los ingredientes principales de esta historia.

Gabriel, uno de los protagonistas, quiere hacer la fiesta del 80 cumpleaños de su madre para reunir a toda la familia y conseguir limar las asperezas de sus relaciones. Este es el detonante para que vayamos conociendo a todos los miembros de la familia, su infancia, sus vivencias, sus experiencias, sus traumas, sus anhelos y todo aquello que comporta el pertrecho emocional de cada uno de ellos.

“Y siempre, siempre, los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia. Es como si en el largo exilio del olvido hubieran ahondado en sus mundos imaginarios, hurgado en sus entrañas, como el doctor Moreau con sus criaturas monstruosas, hasta sufrir una total, una fantástica metamorfosis.”

Son unas relaciones familiares muy enmarañadas con gran importancia de la figura materna en la infancia y en los vínculos entre los hermanos. Las relaciones entre ellos es muy complicada y aflora la sensación de que les han robado la infancia y añoran la figura paterna que tanto supuso su fallecimiento.

La madre, a la que Gabriel quiere hacer la fiesta, es un personaje muy negativo que según sus hijos ha sido una influencia autoritaria y carente de cariño, siempre muy práctica y tratando de sacar a la familia pero sin tener en cuenta las necesidades y opiniones de sus hijos.

“Luego, en cuanto intuían la llegada de la madre, recomponían sus ejemplares figuras de mujercitas hacendosas. Ese era el ambiente de pesadumbre que la madre había impuesto en la casa.”

Esta idea de la fiesta es rechazada por todos los miembros de la familia, todos arrastran un sentido negativo transmitido por la madre, y todos piensan que la fiesta puede ser más perjudicial que beneficiosa. Y este pensamiento de que puede ser un fracaso es un buen ingrediente para que acabe sucediendo.

Es una familia con muchas rencillas y muchos secretos, demasiados problemas del pasado que al no haberse resuelto afloran con mucha virulencia.

Cada miembro de la familia tiene su propia versión sobre los mismos acontecimientos y todas las opiniones están conectadas por Aurora, que es a la que todos acuden. Y a su vez ella siente que no tiene a nadie para contar sus propios problemas. El relatar los problemas a otro aporta consuelo y se afronta con otro talante.

“Son cosas que pasan –repitió Aurora- Todos tenemos dentro un montón de palabras que son como fieras enjauladas y hambrientas que están rabiando por salir a la luz.”

Uno de los temas es la importancia de la infancia, de que las cosas que suceden en esta etapa, si quedan sin solucionar con el tiempo se manifiestan con mucha virulencia, son heridas que no han cicatrizado, son rencores y cuestiones que como no se han resuelto están latentes y estallan como un polvorín. Y en la trama Gabriel es profesor de filosofía con mucho interés por la historia de la felicidad, un poco contrasentido.

Esta lectura es muy recomendable y en nuestra Biblioteca tenemos obras de Luis Landero.

Rosa Jiménez Villarín

Formas de estar lejos, Edurne Portela

“Formas de estar lejos” es la segunda novela que leo de Edurne Portela: no me ha defraudado a pesar de ser distinto el tema y el entorno, aunque mantiene un tema principal como la violencia y lo que genera la misma.

Fotografía José Luis Prieto

Alicia viaja a Estados Unidos  como profesora de Universidad, encuentra un ambiente nuevo que es emocionante pero que aporta cierto vértigo ante lo desconocido. Entre las personas a las que conoce está Matty, con el que entabla una relación intensa de forma rápida, llegando a vivir juntos y comprarse una casa.

De estilo sencillo sin profundizar en temas escabrosos pero dejando unas pinceladas que son lo suficientemente precisas para vivir la situación que nos describe.

Desde el principio de la narración la autora nos pone sobre aviso, sobre lo que puede pasar y que ha llevado a esa situación. Esta técnica narrativa influye en la lectura, se mira con otra perspectiva lo que está narrando, pues se sabe que muchos de esos momentos cotidianos tienen especial interés para el devenir de los acontecimientos, pero quizás si no tuviéramos tanta información pasarían desapercibidos.

“He cerrado la puerta de la calle con llave y echado los dos cerrojos. He comprobado la puerta corredera de la cocina y colocado el listón de madera en el raíl para trancarla. También he cerrado por dentro la habitación. No he dejado de repetir este ritual ni una noche.”

La autora nos pone en antecedentes sobre las relaciones familiares, laborales y de pareja que tan importantes son en el desarrollo de una persona y que pueden llegar a favorecer una falta de autoestima.

“padre no hablaba con madre, le daba órdenes. Pasaba la mayoría del día sentado en su sillón reclinable bebiendo cervezas y viendo la tele mientras ella tenía que hacer todo en casa […] A nosotros no nos trataba mucho mejor…”

El tema principal es la violencia de género, pero no se excluyen otros tipos de violencia. Se presentan diferentes situaciones, diferentes trazos de su vida en común, en las que afloran comportamientos de Matty que van descubriendo su carácter. Momentos cotidianos que tienen una carga importante de violencia que van a llevar a padecer a nuestra protagonista miedo, soledad, incertidumbre y angustia.

“No podría decir cuándo empezó todo. Cuándo mi vida comenzó a torcerse y esa que fui dejó de existir y se convirtió en una mujer que se encerraba a llorar  en un armario. Y todo lo que vino después.”

Es una lectura sencilla y reflexiva, en la que se ve la evolución de una relación tóxica con los elementos de dominación, aislamiento de sus amigos, reproches y manipulación que producen un sentimiento de culpabilidad en la víctima.

Lectura muy recomendable.

Rosa Jiménez Villarín

 

 

Lo raro es vivir, de Carmen Martín Gaite.

Tengo una teoría (no demasiado elaborada, no teman) que dice que los libros de Carmen Martín Gaite me son familiares aún antes de haberlos leído. Sus novelas me llevan a lugares que he conocido, incluso a lugares que han sido cotidianos en mi vida; sus relatos a veces me recuerdan sueños que he podido tener y de los que, como pasa con los sueños, guardo un recuerdo confuso; sus ensayos me dicen cosas que creí que ya había pensado o me levantan un interés dormido hacía años por un personaje olvidado o por un asunto atractivo de otro autor; sus traducciones incluso me parece que me acercan al autor original como si fuera el amigo de un amigo, ese que te presentan creyendo que tiene una afinidad contigo y resulta que sí.

Y sé que no soy el único que siente esta familiaridad. Conozco gente que se refiere a Carmen Martín Gaite como Carmiña sin haberla conocido en persona -y supongo que no llamarían Rafita a Rafael Sánchez Ferlosio, por ejemplo, pero esa es otra historia.

No, pero yo de lo que quería hablar es del ámbito de familiaridad que me ha traído la lectura de esta novela, “Lo raro es vivir”, de 1997. Dice la misma autora, en su epílogo, que escrita entre Madrid, Nueva York, y El Boalo, entre 1994 y 1996. Con 70 años, un buen montón de libros publicados y premios recibidos, nos cuenta con frescura -por no repetir más veces que con familiaridad- y en primera persona, unos días de la vida de una mujer joven. Por hacer un resumen. Es un fragmento de su vida en el que pasan cosas raras, reflexiona cosas raras, recuerda raros episodios de su vida y se encuentra con personas raras. Todo dentro de una normalidad -nunca diría que es una novela fantástica- y un realismo donde se repite varias veces en el texto la frase “lo raro es vivir”.

Hay veces en que lo normal pasa a extraordinario así por las buenas y lo notamos sin saber cómo. De entre la sucesión no contabilizada de gestos, movimientos y vislumbres que van engrosando la masa amorfa de lo cotidiano, se separa de los demás uno de ellos, aparentemente insignificante, y salta como la nota discorde de un pentagrama, se queda resonando por el aire con zumbido de moscardón, qué pasa, ha habido una avería o esto significa el comienzo de algo nuevo, nos miramos las manos, las rodillas, qué es lo que se ha transformado, hacia dónde enfocar la atención, no sé. Y sobreviene el miedo o la parálisis.

Águeda -pero aún no sabemos como se llama, no es importante hasta bien avanzada la novela- vive en Madrid, trabaja en un archivo histórico, tiene una pareja que está ausente, de viaje, un abuelo en una residencia, una antigua profesora con gafitas, una amiga que es su jefa. Un coche en el que se transporta por lugares que me resultan cotidianos. Una madre pintora -acaba de morir- cuya obra creo haber conocido; un padre -separado- que vive en una zona residencial donde creo que también me he perdido alguna vez. Un piso en un barrio en el que viví. No es casualidad, no es magia, y mucho menos es literatura costumbrista. Es la familiaridad a la que nos induce, a mí me induce al menos, este libro donde se plantea una historia como una madeja de lana enredada (la metáfora no es mía) de la que no diré cuánto se llega a desenredar.

Los días que siguieron están enhebrados en mi recuerdo por la perentoria necesidad de continuar aquella historia, aunque presumía que la aguja para coserla no iba a manejarla yo. Pero mis nudos interiores me impedían desentenderme de una rumia de decisiones que brotaban a mi pesar y se deshojaban continuamente apenas formuladas. Me ha pasado muchas veces, en época de nudos, no ser capaz de reconocer luego que se han deshecho sin intervenir yo. 

Águeda viaja en metro cómo quien explora el inframundo, escribe canciones para cantautores famosos, investiga las andanzas de un curioso personaje secundario del siglo XVIII español, lee la Divina Comedia, tiene un encuentro con el Demonio, siente una extraña atracción por un hombre mayor al que no conoce casi, cita a Sartre, Platón o Kierkegaard en un bar de copas, tiene un gato llamado Gerundio.

Las voces del pasado trepan por la espalda a manera de viento súbito. Somos como una montaña cuya vertiente delantera, más feraz pero más vulnerable, está defendida por fortificaciones y poblada de huertas, casas, paseos y almacenes; allí se aprende lo conocido, se teme a lo desconocido y la vida se rige por leyes que zurcen lo uno con lo otro; en la parte de atrás nadie repara, es más difícil acceder a ella desde el valle —según rezan los mapas—, casi nunca da el sol y la vegetación es escasa. Acabamos por olvidarnos de que existe. Y, sin embargo, por esa grupa atacan de improviso las fantasmales huestes del pasado, apenas perceptibles, tan sólo una cosquilla.

Terminando ya, no puedo dejar de decir que he leído el libro sabiendo que Carmen Martín Gaite teorizó sobre la literatura femenina de la que esta novela es un ejemplo, que perdió una hija como la protagonista del libro pierde una madre, que se separó de su marido como la pintora, que como la protagonista investigó en archivos históricos a personajes secundarios del XVIII español. Que tenía un gato. Que con 70 años tenía aún cosas tan jóvenes que contarnos.


Más de Carmen Martín Gaite: en la Biblioteca de la Universidad Carlos III tenemos una buena colección de sus obras para leer (además de un edificio que lleva su nombre). Yo recomiendo también, particularmente, las adaptaciones de algunas de sus novelas adaptadas como series de TVE en los años 70 y 80  (Entre visillos, Fragmentos de interior).

 

Honorio Penadés, bibliotecario.