La lluvia amarilla, de Julio Llamazares

Foto de Alberto Abizanda

En las vacaciones de Navidad un amigo me recomendó la lectura de “La Lluvia amarilla” de Julio Llamazares y ha sido un gran descubrimiento, es tan dura que sorprende que te enganche y se disfrute tanto con su lectura. Los temas que trata invitan a la reflexión.

La novela está escrita en primera persona, es el monólogo del último habitante de un pueblo montañoso del Pirineo oscense, llamado Ainielle. El narrador está a las puertas de la muerte, es su última noche.

Está dividida en dos partes: en la primera, nuestro narrador-protagonista, Andrés de Casa Sosas, recupera las historias de sus vecinos, de cómo se fueron marchando buscando otro lugar para vivir con más posibilidades de trabajo y el vacío que dejaban tras ellos y  de los últimos que quedaron. El se nos presenta como un hombre tenaz que en ningún momento pensó en abandonar su pueblo, y cuando algún vecino se iba prefería no despedirse. Sentía que estaban dejando a sus antepasados y su memoria y traicionando al pueblo. Siempre fiel a las costumbres y a la naturaleza.

En esta parte Andrés es una persona más cuerda, con rasgos de una personalidad arisca y poco afectuosa, que puede ser característico de un hombre de montaña.

En la segunda parte del libro comienza a tener alucinaciones y los muertos de su familia empiezan a venir a visitarle. Lleva mucho tiempo solo y la soledad y la desolación son tan grandes que en muchas ocasiones le hace delirar y tener ensoñaciones.

El color amarillo es parte fundamental de la obra, todo se va tiñendo de este color, es el agua de lluvia envuelta con las hojas caídas de los árboles en otoño, que es el símil del fin de la vida. Andrés acabará viéndolo todo amarillo.

hojas amarillas
Klingle Valley, foto de Valerie Hinojosa

El tema del abandono de los pueblos, unido a la soledad, al paso del tiempo y la muerte son los temas fundamentales de este libro. Duro pero muy recomendable.

“  El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta a sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años.”

Los descendientes de estos habitantes se reúnen el segundo sábado de septiembre en el pueblo para comer y pasar un día. Alguien que lo ha visitado me comentó que le sorprendieron las flores del cementerio de un pueblo abandonado, la respuesta está en la visita anual.

Este y otros libros de Julio Llamazares están disponibles en nuestras Bibliotecas.

 Rosa J. Villarín

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