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El orden equivocado y otros cuentos de Elizabeth Taylor

“The Elizabeth Taylor Writer Fan Club” es una especie de club de lectura virtual dedicado a comentar las obras de esta novelista británica que comparte nombre con la actriz estadounidense en la que ustedes están pensando. Pertenezco a este pequeño club, modestamente, desde el día de su fundación. Cuando el pasado abril una lectora preguntó desde Oxford al resto de los miembros del grupo cuál era, de los relatos que escribió la autora, nuestro favorito, y por dónde debería comenzar a leer estos cuentos, me quedé sin poder responder. “No los he leído todos ¿Cómo opinar?”.

Había comprado, unos meses atrás, la antología “El orden equivocado y otros cuentos” (Barcelona: Elba, 2019) donde en traducción de Socorro Giménez Cubillos la editora de Elba y prologuista del libro, Clara Pastor, reúne veinte de los sesenta y cinco relatos que comprende la obra de esta autora. “Ninguno de sus relatos es prescindible -dice la editora. Cómo sucede con algunos autores que donde más brillan es en este género, no hay cuentos mejores que otros. Así pues, la selección es inevitablemente sesgada, aunque gracias a la consistencia de su producción no puede ser errada”.

¿Qué relato elijo yo? Voy avanzando muy lentamente en la lectura de este libro porque deseo saborearlo. Ya no compro libros en papel, y el caso de este es una especie de placer prohibido. Pero sobre todo porque los textos son muy diferentes, algunos bastante intensos, y dejo pasar tiempo -y la lectura de libros enteros- entre cuento y cuento de Elizabeth Taylor. Pero pasada la mitad del volumen encontré uno llamado “Adiós, adiós” del que quiero contar algo.

«Goodbye, Goodbye», fue originalmente publicado en la revista The New Yorker el 14 de agosto de 1954. No tengo criterio para opinar que sea el mejor, pero tengo que decir que me impresionó leer en este texto el apagado final de la historia de un amor prohibido y prolongado a través de muchos años entre una esposa levemente infiel, madre de familia, casada con un hombre de negocios, y un soltero empedernido y, en el relato, un tanto vencido por la existencia.

Cuando regresaba con su esposo, que no los acompañaba durante las vacaciones, de inmediato ella se sentía tan mortificada y tan desconsoladamente avergonzada, que sus pocos encuentros resultaban humillantes para los dos, llenos de recriminaciones y desesperación, y fue después de un verano como aquel que se separaron para siempre, según creyeron ambos.

El texto, una estampa de pocas páginas, nos deja ver sin explicarnos demasiado la historia de Peter y Catherine, que se conocieron cuando ella era soltera, que él tenía su instinto aventurero, que ella prefirió la seguridad del pequeño hombre de negocios local y se casó con él, y con su hombre de negocios tuvo hijos, casa y veraneo, mientras que con el soltero empedernido de aires más románticos mantuvo una larga relación secreta que consistió en muchas cartas cruzadas todo el año y unos cuantos besos y abrazos ocultos en la temporada de verano que Catherine pasaba sin su marido y con sus hijos en la playa. Decidieron un día dejar de verse, y lo que es peor, dejar de escribirse.

Las cartas de él siempre la dejaban incapacitada: los días en que las recibía, se movía con lentitud en el trabajo, poseída por sus palabras y sorda a cualquier otra, de su esposo, sus hijos o sus amigos.

Pasan los años y un día, a la caída de la tarde, Peter aparece en la casa de la playa donde Catherine participa en un picnic con sus hijos y sus amigos, una pandilla de adolescentes frente a los que se encuentran aún más apagados y vencidos. Intercambian frases frías. No hay reproches. Incluso alguna palabra amable. Los chicos cortésmente recuerdan haber visto a Peter hace muchos años. “No hace falta decir nada -dijo ella- nada en absoluto. Y preferiría que no lo hicieras”. La noche cae sobre la partida festiva, sube la marea, recogen el picnic y vuelven a casa, los niños dormidos, los jóvenes excitados, los viejos amantes vencidos por el tiempo y la costumbre. “Hay demasiado que decir como para que empecemos a hablar ahora”. Adiós, adiós, son sus nuevas últimas palabras del uno al otro.

¿Quién era la escritora Elizabeth Taylor? Una novelista británica que gozó de un moderado éxito en los años 40 y 50, que llevó una vida muy discreta, que está considerada por muchos como un caso de correcta escritora que escribe correctas novelas destinadas a un público middlebrow. “En sus páginas oyes el tintineo de las tazas de té” dijo sobre Elizabeth Taylor el novelista estadounidense Saul Bellow una vez que actuó de jurado en un premio literario que Taylor no ganó. Y el autor británico Kingsley Amis observó: “Su obra parece adecuada para revistas de mujeres pasadas de moda, es algo que habla de maridos y esposas, padres e hijos de las zonas residenciales, algo bastante trivial”.

Pero nada es lo que parece. No nos llamemos a engaño por sus reposados retratos de mujeres en sepia, pues su vida fue intensa y llena de acción entre taza y taza de té. Elizabeth Taylor, cuando aún era de soltera Betty Coles, quiso escribir como Jane Austen, vivió en una escandalosa comuna naturista, se afilió al Partido Comunista Británico, hizo teatro, tuvo distintos amantes artistas y socialistas, y en lugar de enrolarse en las Brigadas Internacionales como parecía que iba a hacer en 1936 cuando trabajaba como bibliotecaria, decidió casarse con el hijo del pequeño y enriquecido hombre de negocios local y emprender una doble vida. No fue doble por el hecho de que mantuviera durante décadas la relación -sobre todo epistolar- con su romántico amante de juventud mientras criaba los hijos que tenía con el hombre de negocios, sino que fue doble porque escribió todo lo que vivió y todo lo que dejó de vivir. 

En sus novelas retrata intensos dramas emocionales de seres torturados, a menudo solitarios y deprimidos, incapaces de aceptar el destino. Es cierto que en su literatura evitó el tratamiento de temas abstractos como el desarrollo de la personalidad, la libertad individual o las frustraciones, pero en sus relatos y novelas abunda la representación de un mismo tipo humano: mujeres de alguna manera presionadas, deformadas por el esfuerzo de voluntad que requiere afirmarse a sí mismas. 

Porque yo conocía la historia de la vida de Elizabeth Taylor antes de leer este relato es por lo que me impresionó la historia de Catherine y Peter diciéndose adiós, adiós.

Honorio Penadés

 

Cuentos republicanos, de Francisco García Pavón

El imaginero que nos creó la infancia nunca se borra, y todavía, de cuando en cuando, nos revela un rincón, un escorzo, una sonrisa, un sueño o un lamento, sumergidos durante tantos años en la bodega de nuestros sentires y recuerdos.” (Cuentos de mamá)

Francisco García Pavón, que nació hace ahora cien años, es un autor clave en la historia del relato (o cuento, como él decía) en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. Y con motivo del centenario, además de una edición de sus obras completas, se están repitiendo en los actos de homenaje al autor que se celebran en distintas instituciones de Madrid y su localidad natal, Tomelloso. Con frecuencia en estos actos, como en los amplios reportajes que le dedica la prensa, se cae en la lamentación («¡ya nadie se acuerda de Pavón!») o en el reproche («¿por qué ya no leemos a Pavón?») y yo no quiero caer ni en una ni en otro.

Los «Cuentos republicanos» que nuestro autor publicó en 1961 forman parte de un repertorio de libros que, entre el formato de colección de relatos encadenados o de novela desestructurada, reflejan las vivencias («vividuras» decía Pavón) del autor en su infancia, adolescencia y juventud, que coinciden con tres etapas históricas que quedan reflejadas: Monarquía, República y Guerra Civil. Los Cuentos republicanos, contrariamente a lo que parece indicar su nombre, lo que cuentan es el momento previo, inmediato, a la llegada de la República en 1931, y lo cuentan desde la óptica del niño que se hace mayor y con un lenguaje que a mí se me antoja delicioso, evocador, como en este fragmento en que con aires proustianos recuerda la luz de una habitación:

Todo tenía allí cara de tarde intemporal, de tarde sin reloj, de sueño de sueños. Conversaciones antiguas que uno no recordaba en la calle o en otras habitaciones meridianas, allí tornaban a la memoria suavemente. Las risas y los perfiles de otras gentes que fueron, que fundaron la casa, que sintieron amores ya transportados en los lomos aristados de la muerte, se evocaban con facilidad en aquel gabinete granado.

Lo de proustiano se ha dicho muchas veces sobre Pavón, y por ahí van los tiros, creo yo.  Que uno no acude a sus obras para entender cómo era la vida privada en un pueblo manchego en los años 30, qué trastadas hacían los chavales entonces al salir de la escuela, la impresión de la compra del primer automóvil de la familia o cuánto quería el autor a su abuelo carpintero, sino para saborear -con todos los sentidos, porque olores y tactos abundan en sus evocaciones- las impresiones de un niño que comienza a hacerse joven casi a la fuerza y acompañar sus miedos, sorpresas y descubrimientos.

Vimos, debajo de nosotros, una mozona en cuclillas, con las nalgas al aire y la cara casi entre las rodillas. En su natural empeño, sacaba mucho la quijada de abajo o quijada maestra. El aire le alborotaba los pelazos negros del moño. Parecía, por lo inquieta, que le hubiera cogido en aquel lugar la precisión de tan fuerte manera, que no tuvo tiempo de llegarse hasta la corraliza donde moraban los patos, lugar señalado en el caserío para aquel linaje de solaces legítimos y de siempre consentidos por los moralistas más estrictos.

El advenimiento de la República es uno de los temas recurrentes, no sólo en este libro sino que es un momento que Pavón evocó a lo largo de su obra en otros libros -él, republicano liberal toda su vida- lo que podemos conocer de primera mano en el relato de este testigo que -en sus palabras- «nunca sintió la necesidad de transmitir sus arrechuchos o alegrías» ni mucho menos el relato histórico, sino que se debe más bien a «una cierta hipersensibilidad que desde mis primeros años me hizo más proclive a la callada observación”.

Dos días después de la proclamación de la República se reanudaron las clases en el «Gran Colegio de la Reina Madre», primaria y bachillerato. Por si acaso, las órdenes emitidas por los dos grandes jefes, Eugenio y Manolo, eran terminantes: «Entraremos todos a la vez. Nos reuniremos en la esquina del Casino de la Iberia». (…) Don Bartolomé apareció con el abrigo azul manchado y el ABC bajo el brazo. Se puso ante nosotros como para echarnos una arenga. Instintivamente todos nos colocamos tras los dos grandes jefes.

Podemos leer el relato del entierro de «El Ciego», propietario de uno de los burdeles del pueblo, como un ejemplo de costumbrismo, si queremos, o podemos encontrar en el mismo la veta de solidaridad que nuestro autor, desde muy chico, sintió por los difuntos y por los practicantes de los gozos de la carne, y sobre la incógnita de la muerte dejó pensado y dicho tanto en sus libros como lo que nos cuenta sobre los calentamientos generativos. En una conferencia en 1976 decía “hay en mi literatura dos temas bastante reiterados, que casi siempre acusan los críticos con varia orquestación: la muerte y el sexo, binomio este que sí estoy seguro me llegó por la guita umbilical del terruño. EI muerterismo de estos pueblos no es terrorífico sino de amena resignación ascética, y en cuanto al sexo, siempre ha sido rodal apetecido para hacer comparanzas y provocarse los mayores regustos verbales e imaginativos.”

La puerta de la casa estaba abierta de par en par. Y en el patio, donde se alternaba en verano, bullían todas las mujeres del gremio de la ingle que en el pueblo había. Pintarrajeadas y con velillos partidos en la cabeza, más bien trozos de mantilla o de algún velo grande de viuda, ya que, a buen seguro, en el colegio de la fornicación de Tomelloso no debía haber velos suficientes. A pesar de que querían ponerse serias, por la gravedad de la ocasión, se les vertían risillas y gritos, y no daban paz a las posaderas sobre las sillas. Se rebullían sus cuerpos vestidos de vivos colores, en la cálida tarde primaveral soltaban un tufo de polvos, colonias gruesas y vino agriado, que trascendía a la calle. Sus caras eran flores de trapo con ojos turbios y bocas rotas. Ojos mal dormidos, desacostumbrados a la luz del sol.

Si de comparaciones se trata hay, ya lo he dicho, opiniones que encuentran en estas páginas un «manchego proustiano» (Francisco Umbral) por “el tono evocador que responde al afán de recuperar el tiempo perdido” (Francisco Yundurain); y también he oído decir que se trata de un caso precoz de «autoficción» -el autor se sitúa en el centro, o de lado, en una acción que en realidad conoce de segunda mano, en la que no participó, o que fue de una manera distinta, pero nos la cuenta como si la hubiera protagonizado. Estas autoficciones las encontraremos en sus libros «Cuentos de mamá» (1952), «Los liberales» (1965) o «Los nacionales» (1977), que me parecen lo mejor de su obra junto con los «Cuentos republicanos» (1961).

De García Pavón encontrarás en nuestra biblioteca unos cuantos de sus libros, incluyendo los relatos que digo, así como algunos de los que le dieron mayor popularidad, los protagonizados por el detective Plinio, y alguna de las antologías de relatos de sus contemporáneos y de teatro, sobre el que escribía como catedrático de Literatura Dramática en Madrid.

Honorio Penadés

Utopía y feminismo en los cuentos de Charlotte Perkins Gilman: Si yo fuera un hombre

Es difícil imaginar si las hermanas Beecher habrían podido intuir la actualidad que mantiene, más de un siglo después, la obra de su sobrina Charlotte. Catherine Beecher, maestra y feminista; Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom, que participó activamente en el movimiento antiesclavista y más tarde en el sufragista; e Isabella Beecher Hooker, escritora y fundadora de la asociación de mujeres sufragistas de Nueva Inglaterra. Lo cierto es que la convivencia con estas mujeres de vida y pensamiento avanzados debió influir poderosamente en los intereses, formación y desarrollo intelectual de Charlotte Perkins Gilman (1860-1935).

Si yo fuera un hombre (Uve Books, 2018) recoge una selección de cuentos que incluye Como una bruja, Lo inesperado, Si yo fuera un hombre, La cabañita, La fuga, Ese extraño tesoro, Abandonado, Exiliada y El papel amarillo (The Yellow Wallpaper, El papel pintado amarillo en otras traducciones).

El prólogo de María Ángeles Naval en la edición de Contraseña (2012) de El papel pintado amarillo describe a Charlotte Perkins como una de las más destacadas feministas americanas de finales del siglo XIX y principios del XX. Es autora de ensayos, novelas, obras de teatro, poesía y unos doscientos relatos cortos, además de numerosos artículos de prensa. Asociada a diferentes organizaciones, conferenciante, directora de la revista The Forerunner (1909-1916) y teórica social, sus escritos abordan contenidos relacionados con la reforma social, utopía y feminismo.

En 1898 apareció uno de sus ensayos más destacados, Mujeres y Economía, traducido a varios idiomas, que la hizo conocida a nivel internacional. En él aborda el tema de la independencia económica de la mujer como motor de progreso y trata aspectos que se mantienen en discusión dentro de los feminismos contemporáneos. En 1915 publicó la novela de contenido utópico Herland. Mary Beard, en su libro Mujeres y poder, se sirve en parte de esta obra y de su secuela (With Her in Ourland) para explicar algunos de sus puntos de vista sobre cómo ellas actúan, son percibidas o se perciben en espacios habitualmente interpretados como masculinos.

 

Si yo fuera un hombre muestra a una serie de protagonistas enfrentadas a situaciones críticas, en momentos fundamentales, en los que va a cambiar radicalmente el rumbo de sus vidas. Las dibuja destacando su cualificación (profesionales, creadoras, o con un potencial creativo latente), su capacidad para establecer alianzas constructivas entre ellas y romper con la dependencia económica y emocional respecto a sus familias o a sus compañeros. Además, con una mayor o menor cantidad de humor, cuestiona los roles de género y las convenciones sociales en las que ellos también se ven atrapados.

Cuando aparece The Yellow Wallpaper se interrumpe el acento divertido y el tono habitual en las historias que le preceden. Con parte de elementos autobiográficos, narra el testimonio de una mujer confinada en una habitación, intentando superar una crisis nerviosa, a la que su marido médico pretende sanar a base de aislamiento e inactividad física e intelectual, un tratamiento frecuente en la época. La acción se desarrolla en torno a dos polos enfrentados: en un extremo la ciencia, la racionalidad, simbolizada por el marido y por la familia; en el otro la enfermedad, la locura, que son los atributos de la mujer. A este planteamiento inicial se van sumando elementos cada vez más fantásticos y angustiosos a medida que la enfermedad se agrava. Sobre las consecuencias negativas de una terapia de este tipo alerta la propia autora en el artículo Por qué escribí El papel amarillo, donde además explica las reacciones de algunos médicos de la época después de haberlo leído y también cuál fue la del neurólogo que la había tratado.

Existe una abundante bibliografía sobre la obra de Charlotte Perkins y sobre este relato de 1892, el más conocido de la autora. Sylvia Lenaers lo estudia en su artículo De emparedadas a empapeladas (revista Herejía y Belleza, n. 5, julio 2017), colocándolo en el contexto de los casos de aislamiento de mujeres que, a lo largo de la historia, ha sido unas veces cárcel y otras libertad cuando era elegido y las permitía protegerse de un entorno adverso.

Acompañan al texto en Si yo fuera un hombre ilustraciones de Coles Phillips (Estados Unidos, 1880-1927), conocido por sus trabajos en prensa (Life, The Saturday Evening Post) y publicidad. El blog de arte El ojo en el cielo dedica un interesante artículo a este ilustrador. Sus creaciones fueron innovadoras y están dotadas de una gran fuerza y belleza. Esta publicación de Uve Books aúna, en definitiva, textos e imágenes en sintonía para mostrarnos un mundo que se encontraba en pleno cambio.

La obra de Charlotte Perkins se reivindica hoy no sólo como parte de la teoría feminista, sino además con el propósito de situarla dentro de una teoría social general, con un lugar propio dentro del canon sociológico consensuado. También su obra de ficción se sigue reeditando y The Yellow Wallpaper es ya un clásico. La Biblioteca Pública de Nueva York ha elegido este relato para formar parte de su proyecto Insta Novels, con el que ha conseguido acercarse a miles de seguidores jóvenes, ofreciendo obras en formato de video a través de la red social Instagram.

V. Maldonado