Lugares comunes

Revisando cada uno de los trabajos que recorren de principio a fin la filmografía del director y guionista argentino Adolfo Aristarain, descubrimos una forma y una textura que culmina en Lugares comunes, uno de sus últimos largometrajes.

Si en Un lugar en el mundo (1991), Mario (Federico Luppi) y su mujer Ana (Cecilia Roth), abandonados al exilio de la civilización y de la sociedad de consumo con todas sus consecuencias, se retiran a un pueblo remoto desde el que continuar su lucha por los valores de una comunidad más justa, con derechos y libertades plenos como la educación, el conocimiento y la toma de conciencia; en Martin (Hache) (1997) este conflicto continúa no desde la figura de Martin (Federico Luppi), un exitoso director de cine, vencido por un sistema materialista y corrosivo que atenta contra la sensibilidad del individuo; sino que la esperanza la encarna su hijo, Hache (Juan Diego Boto), que da voz a una juventud perdida en busca de una realidad y de una conciencia, con las que identificarse.

Lugares comunes (2002), de nuevo con la excelente interpretación del argentino Federico Luppi, y la honesta Mercedes Sampietro, emerge como una suerte de lugar común por el que el cineasta había estado transitando en sus trabajos anteriores.

Si en Martin (Hache), es la figura paterna la que se encuentra alienada por el sistema, al que se rindió en virtud del futuro; en esta ocasión, es Pedro, el hijo del profesor Fernando Robles (Federico Luppi), quien se traiciona a sí mismo y a los ideales que desde la infancia le vienen acompañando. Por una vida burguesa y un futuro ilusorio, Pedro abandona su verdadera pasión, la escritura, para dedicarse al negocio de la venta de ordenadores. Abandona el presente, para construir un futuro que no existe.

“El futuro es algo ilusorio, una trampa creada por el sistema”

La pasión del profesor Robles es enseñar a los alumnos a mirar, instalar en ellos el don duda, la inquietud y el entusiasmo; y es el sistema quien acaba con todo esto impidiendo que continúe transmitiendo una ideología subversiva y contraria a la de un régimen que promueve la ignorancia y la mirada ciega. Es entonces cuando Robles y Lili deciden abandonar su hogar y trasladarse a una chacra, a treinta kilómetros de la región de Córdoba, un viaje susceptible de varias miradas. Si pensamos, por un lado, en el paralelismo existente entre campo-ciudad y centro-periferia, podríamos entender el campo como el espacio más puro y natural desde el que comenzar de nuevo, como una vuelta a los orígenes del hombre, desnudo y despojado del estatus económico-social que le ofrece la ciudad. La naturaleza como paisaje desnudo desde el que mirarse a uno mismo e intentar comprender la realidad de la que somos testigos; un ejercicio que Robles realiza con una lucidez y una sensibilidad sublimes. Pero también es posible entender campo y periferia como el margen desde el que tiene lugar la expresión libre de ser y del pensamiento coartados en la ciudad, centro.

No es casual que el nombre que deciden darle a su nuevo hogar sea 1789 en un intento por resucitar los principios de libertad, igualdad y fraternidad que se reivindicaron siglos atrás con la Revolución Francesa.

El film se abre con la imagen del cuaderno de notas del profesor Robles, y quizá se trate de un guiño de Aristarain, que nos está advirtiendo lo que estamos a punto de ver: una sucesión de notas imprecisas y de ideas desordenadas que adquieren forma a través del lenguaje cinematográfico, y que son recogidas en este film concebido como un diario fílmico. Las reflexiones que emanan de un Robles en proceso de liberación resultan estremecedoras, llenas de dolor y de duda, de oscuridad y lucidez; su voz, unida a las imágenes naturalistas del paisaje por el que transita el personaje, combinan el romanticismo de Caspar David Fiedrich con la poética de Alejandra Pizarnik

Podríamos pensar que los lugares comunes del profesor Robles son posiblemente la escritura, Lili y la enseñanza; y que el lugar común de Aristarain, es el cine. Un cine que no es sino un reclamo a nuestra clarividencia y sensibilidad; un espacio desde el que el cineasta nos advierte el precio de una lucidez capaz de arrastrarnos hasta un estado de parálisis, pero que sin duda hay que experimentar en este proceso vital que es la búsqueda de nuestro lugar común.

Andrea Vásquez Toribio (alumna de la UC3M)

 

Dejar un comentario