Mi vecino Totoro

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Prácticamente un año después de que el gran animador japonés Hayao Miyazaki anunciase su retirada del cine, es un buen momento para recordar la película con la que más se le suele identificar: Mi vecino Totoro. Estrenada en 1988, Totoro se ha convertido en una de las películas más icónicas tanto del cine japonés, como del cine de animación en general, e infantil en particular.

La historia o “trama” es mínima: tenemos a dos niñas pequeñas que, junto con su padre, se mudan a una vieja casa en el campo, cerca del hospital donde su madre se recupera de una enfermedad. No tardarán en descubrir que la casa y los alrededores están habitados por seres sobrenaturales inofensivos, entre los que destaca Totoro. A pesar de la oscuridad de la enfermedad de la madre (única sombra de una película por lo demás luminosa), situación que va escalando hasta la complicación final del guion, la mayor parte del tiempo suele estar cubierto por escenas de las niñas jugando, haciéndose amigas de Totoro o en otro tipo de actividades sencillas. La desdramatización llega hasta tal punto que no existe ningún personaje malo, ni siquiera conflictivo. Es típico en las películas de Miyazaki que los antagonistas que crea sean ambiguos, o que les conceda el derecho a tener sus razones para actuar, pero es habitual que pongan a los protagonistas en una situación difícil. Sin embargo, aquí esta función no la cumple ningún personaje: los momentos de angustia de las dos protagonistas están motivados por situaciones relacionadas de forma más o menos directa con la enfermedad de su madre, y ésta tampoco aparece representada de forma excesivamente dramática.

Aunque pueda parecer contradictorio, es precisamente esta ausencia de narrativa firme la que hace que Mi vecino Totoro genere una sensación de asombro tan fuerte. Al integrar el elemento fantástico sin el choque narrativo que suele acompañarlo, lo sobrenatural parece parte de lo cotidiano (los personajes parecen aceptar la existencia de Totoro sin ningún escepticismo), y por lo tanto lo cotidiano pasa a ser asombroso. El mundo en el que se mueve Totoro es lo bastante estimulante como para que nos apetezca explorarlo sin necesidad de avanzar a través de obstáculos. En ese sentido la película favorece una atención microscópica, y es el detalle en la descripción, no sólo de los seres fantásticos del bosque, sino del día a día en la vida de las dos niñas lo que recibe la importancia que en la mayoría del cine fantástico infantil se da sólo a los grandes acontecimientos.

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No puedo dejar de escribir sobre Mi vecino Totoro sin mencionar los logros alcanzados por una técnica de animación detallista pero de apariencia sencilla. Si bien la animación tradicional tenía aún una presencia fuerte en 1988, no tardaría en ser poco a poco desplazada por las técnicas basadas en ordenador. Hayao Miyazaki, a pesar de haber cedido en apoyarse en la informática para algunas contadas imágenes de sus últimos largometrajes, se ha mantenido como defensor de las técnicas de la vieja escuela hasta el final. Esta película es un buen ejemplo del nivel de expresividad y realismo conseguido, especialmente en la representación de la naturaleza. La suma de este dominio de la animación con la narrativa liviana da como resultado una película armoniosa y equilibrada que parece originada en una leyenda ancestral transmitida de generación en generación antes que en la mentalidad de un guionista y director de cine contemporáneo.

Hugo Poderoso Silgado (alumno de la UC3M)

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