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Lost Children Archive, de Valeria Luiselli

Intentaré hoy, desde el confinamiento, la reseña del libro que ya no tengo en las manos porque quedó allá, en la biblioteca cerrada, y tendré que usar las notas que tomé en su lectura junto con recuerdos un poco deslavazados, un poco confundidos con la realidad, quizá sencillamente confusos. Las notas del texto irán acompañadas entre paréntesis de la página del libro. Algunos añadidos míos responden a la idea de la autora cuando dice “este libro es en parte el resultado del diálogo entre otros textos”.

Lost Children Archive is in part the result of a dialogue with many different texts, as well as with other nontextual sources. The archive that sustains this novel is both an inherent and a visible part of the of the central narrative. In other words, references to sources -textual, musical, visual, or audio-visual- are not meant as side notes, or ornaments that decorate the story, but function as a intralinear markers that point to the many voices in the conversation that the book sustains with the past” (Note)

El libro, por abreviar, es una novela, según dice la cubierta de la edición que manejé (Knopf, 2019). No parece una novela sino un archivo o un dossier. Pero contiene un relato, quizá dos relatos, en uno de ellos una familia atraviesa en coche los Estados Unidos desde Nueva York hasta Arizona -ecos de road movie– con interrupciones, cesiones, moteles, dudas, canciones, crisis, historias, miedos, aprendizajes. Uno de los relatos que se oyen en el coche es el comienzo de este libro:

Es una historia de niños abandonados. La madre quiere documentar el relato de los niños perdidos «empecé, primero, a escribir la novela, a escribir notas para la novela en el verano de 2014, que fue el año en que estalló la mal nombrada “crisis migratoria” que existe entre los refugiados, o la diáspora de niños afroamericanos que llegaban a Estados Unidos a pedir asilo» (1). Quiere documentar los sonidos del relato, la protagonista trabaja como documentalista de sonidos en Nueva York, y creando un archivo de voces se encuentra con la historia personal de los niños perdidos en su éxodo al Norte.

What does it mean to document something, an object, our lives, a story? I suppose that documenting things -through the lens of a camera, on paper, or with a sound recording device- is really only a way of contributing one more layer, something like soot, to all the things already sedimented in a collective understanding of the world. (55)

«Lord of the Flies» de William Golding vuelve una y otra vez al libro. Es el relato de unos civilizados niños abandonados en una isla desierta y cómo forman una civilización, con toda su brutalidad. Como vuelven las noticias en la radio, la televisión y los periódicos «cómo carajos hablar de la violencia política contra los niños migrantes, sin reproducir la violencia al hacerlo, sin hacer lo que ya estaba haciendo bien el buen periodismo, sin hacer tampoco lo que ya estaba haciendo el mal periodismo, que era revictimizar a las víctimas de la violencia política» (2).

The story I need to document is not that of children in immigration courts, as I once thought. The media is doing that already, documenting the crisis as well as possible – some journalists leaning more toward sensationalism, their ratings escalating; others adamant about shaping public opinion, this way or that; and a few others simply committed to questioning and fathoming. I am still not sure how I’ll do it, but the story I need to tell is the one of the children who are missing, those whose voices can no longer be heard because they are, possibly forever, lost. (146)

Whenever the boy and girl talk about child refugees, I realize now, they call them “the lost children”. I suppose that the word “refugee” is more difficult to remember. And even if the term “lost” is not precise, in our intimate family lexicon, the refugees become known to us as “the lost children”. They are children who have lost the right to a childhood. (75)

Otro de los relatos que se cruzan en nuestro libro es el de los propios niños perdidos, un grupo de lo que terriblemente hemos etiquetado como «menores no acompañados», simplemente niños que huyen del hambre, la miseria y posiblemente la muerte, arriesgándose a otro tipo de hambre, miseria y muerte en el camino, sobre el techo de uno de estos trenes de mercancías, ocultos en furgones, cruzando a pie el desierto rumbo al codiciado Norte.

What ties me to where? There’s the story about the lost children on their crusade, and their march across jungles and barrenlands, which I read and reread, sometimes absentmindedly, other times in a kind of rapture, recording it. (172)

Es una cruzada la que se menciona en este párrafo, una cruzada de los niños, como la que escribió Marcel Schwob -otro texto que se cruza en el camino- sobre la locura de Occidente que llevó a un sacrificio masivo. En 1212 unos 7.000 niños de distintas regiones de Francia, Alemania e Italia emprendieron una ciega -hoy diríamos fanática- peregrinación hacia un desconocido Jerusalén. En el camino se extraviaron, fueron presos, violados, muchos murieron, otros fueron vendidos como esclavos, o naufragaron y se ahogaron en el Mediterráneo. Como en nuestros días.

«Empecé a usar la novela como vehículo de mi propia rabia política, mi confusión ante el sistema migratorio, los testimonios que escuchaba de los niños, y se estaba haciendo un caldo asqueroso. Entonces paré, hice lo que tenía que hacer, pero no me había dado cuenta hasta entonces que era más sencillo  y directo escribir un ensayo que denunciara lo que yo estaba viendo en la corte como testigo cercano. Entonces eso hice, dejé la novela y escribí Los niños perdidos (Tell Me How It Ends, un ensayo que después en español fue Los niños perdidos (3).

Los niños perdidos no es Lost Children Archive. Eso aumenta la confusión y la conversación entre los textos. Valeria Luiselli estaba escribiendo un ensayo con ese nombre, sobre su trabajo como intérprete de inmigrantes en los juzgados, luego escribió la novela en inglés, luego la tradujo al español con el nombre de Desierto sonoro (Sexto Piso, 2019).

Y nos seguimos cruzando con más textos: a su vez el término niños perdidos nos remite a un relato que -no nos dejemos engañar por Walt Disney y leamos el texto original- contiene un trasfondo terrible, el de Peter Pan, una historia de niños que abandonan su casa, viajan a un mundo irreal y encuentran una nueva sociedad liderada por uno de los niños descarriados, el más cruel de todos.

Hoy, que nuestras calles han quedado llenas de niños invisibles, necesitamos un relato de los hechos que nos permita, como dice la autora, comprender colectivamente el mundo que habitamos.

For a long time, I’ve been worried about what to tell our children, how to give them a story. But now, as I listen to the boy telling the story of this instant, the story of what we are seeing and the story of how we are seeing it, through him, a slow but solid certainty finally settles in me. It’s his version of the story that will outlive us. (185)

En la novela de Luiselli se cruzan varias voces narradoras, la madre protagonista que viaja a un Sur desconocido, un padre que conduce el coche pero hace un viaje diferente, un niño y una niña en el asiento de atrás que durante el camino aprenden y explican el mundo. Los cuatro arrastran por las carreteras secundarias un maletero lleno de cajas de archivo donde portan su memoria, sus proyectos y su punto de anclaje a una vida anterior. Desde el asiento de atrás el niño explica a su hermana menor el mundo, desde su visión. Las otras voces son las de los propios niños perdidos que cruzan el desierto rumbo a un Norte desconocido y al mismo tiempo aprenden y explican el mundo.

For so long, their minds had been filled with dust, and ghosts, and questions: Will we make it safely across? Will we find anyone on the other side? What will happen on the way? And how will it all end? (312)

Este último párrafo que les traigo nos viene a los titulares en estos días de confinamiento, estos días llenos de historias de niños que hasta ayer tuvieron una infancia y un futuro y hoy tienen preguntas así de trascendentales ¿Estamos seguros aquí? ¿Qué pasará mañana? ¿Cuándo se acabará esto?

Honorio Penadés

Los ojos invisibles

Look por Abdulaziz Ceylan. Bajo licencia CC-BY vía Flickr

Cuando escucho las palabras inmigración y solidaridad, siempre me acuerdo del pequeño Suleimán, protagonista de la novela de Antonio Lozano

“Me llamo Suleimán. No te preocupes si no lo recuerdas, si no recuerdas de qué me conoces: aquí nadie me conoce. A menudo siento que soy invisible, pero no, no lo soy. Aunque a veces me gustaría serlo. Mucho“

¿No la has leído? «Me llamo Suleimán» cuenta la historia de un niño africano, al que le dijeron que fuera de su país encontraría una vida mejor y decidió arriesgarse. Y después de un largo y duro viaje, por fin consiguió su objetivo… y con ello la invisibilidad… y alguna mano amiga a la que agarrarse… aunque al final…

Bueno, sí, se trata de una de esas novelas clasificadas como juvenil, en ese afán nuestro de meter, a veces, las cosas en grandes cajones. Para eso, a mí me gusta mucho más el mundo del cine, que utiliza aquello de “Apta para todos los públicos”, ¿qué te parece?

Ahora, si de lo que se trata es de hablar de literatura destinada a adultos, no podemos olvidarnos de Azel, el joven universitario marroquí protagonista de la novela “Partir”, de Tahar Ben Jelloun, que cansado de no encontrar futuro en su país acepta la propuesta de Miguel de llevárselo a España. Claro, que en este caso no tengo muy claro que podamos hablar de solidaridad, porque la invitación altruista no es…

“Partir, abandonar esta tierra que no quería saber nada de sus hijos, dar la espalda a un país tan hermoso y regresar un día, ufano y quizá rico. Partir para salvar la vida, aun a riesgo de perderla…”

Pero Azel, tan desesperado por irse, acepta el trato cualesquiera que sean las implicaciones. Eso sí, una vez que llega, descubre que las cosas tampoco son fáciles…

“¿Sabes? Desde Marruecos se ve España, pero la inversa no es verdad. Los españoles no nos ven, les damos igual, no tienen nada que hacer de nuestro país”

Un personaje al que recuerdo con especial cariño es el de Hortense, la joven jamaicana que tiene tantas ganas de salir de su “Pequeña isla” que decide casarse con Gilbert para conseguirlo, prácticamente sin conocerlo. Porque ¡menudo carácter tiene nuestra protagonista! Hay una escena que me gusta especialmente por el toque de humor que le imprime su autora, Andrea Levy: el momento de la llegada de Hortense a Londres, en concreto a ese apartamento (bueno, en realidad habitación) en el que Gilbert ya vivía y que no es exactamente lo que ella esperaba:

«Ven. Voy a enseñarte a usar este hornillo

 

¿Para qué?

 

Tienes que aprender a usarlo para poder cocinar.

 

Yo pienso cocinar en la cocina.

 

Ésta es la cocina.

 

¿Cuál?

 

¿Ves este hornillo y ese fregadero? Eso es la cocina. Y ahí está el comedor: mesa y dos sillas”

Y es que Hortense no era aún consciente de su estado de invisibilidad. Por eso pensaba que al llegar a su nuevo país, podría seguir ejerciendo de maestra, como hacía en Jamaica. Aunque, tras su primera experiencia en un intento de entrevista laboral, se da cuenta de que eso no está a su alcance… Aquí, el toque de solidaridad lo pone Queenie, la casera… de solidaridad y de valor, porque en la Inglaterra de 1945 la discriminación en función del color de la piel era más que palpable… y dar alojamiento a los negros podía ser un motivo de indignación del resto del vecindario… Aunque, ahora que lo pienso, la intención de Queenie era ser solidaria sobre todo con Gilbert… pero eso es ya otra historia.

Y llegamos a la última fase… a ese momento en el que el inmigrante, con un poco de suerte, deja de ser totalmente invisible y logra ser aceptado… y también a la de admitir que hay cosas que, poco a poco, van quedando atrás, por muy presentes que quiera uno tenerlas, empezando por el propio idioma, antiguas costumbres… sobre todo en las segundas generaciones, ya nacidas en el nuevo país… Es el momento, a veces, del desarraigo y de cierta incomprensión, palpable en los cuentos de Jhumpa Lahiri en su libro “Tierra desacostumbrada”.

“Deborah y yo hablábamos con toda libertad en inglés, idioma en el que, por aquel entonces, yo ya me expresaba mejor que en el bengalí que se me exigía hablar en casa”

Por fin hemos llegado al final de nuestro viaje, ¿nos ayudas a hacer visible alguna otra historia sobre «invisibles»?

Elena M.