Primera escena en el tríptico de Angel Wagenstein: El Pentateuco de Isaac

Una vez Kaplán, muy emocionado, le dijo a Mendel: «¿Sabes a quién vi anoche en el metro de Berdichev? No te lo vas a creer: ¡al propio Karl Marx!». A lo que Mendel, escéptico por naturaleza, contestó: «Pero, ¡qué bobadas dices!; en Berdichev no hay metro». Este personaje, Mendel, es uno de los protagonistas de las bromas que aparecen de forma recurrente en El Pentateuco de Isaac. Nos encontramos ante una historia que su autor, Angel Wagenstein, presenta como transcripción de los recuerdos —apoyados también en documentos personales— de Isaac Jacob Blumenfeld, un sastre judío nacido en la pequeña comunidad de Kolodetz, en la Galitzia que en 1900 formaba parte del imperio austrohúngaro.

Isaac, aficionado a contar anécdotas y a hablar con continuas digresiones —que se define como alguien a quien siempre le gustó hacerse el gracioso— toma la palabra para narrar los acontecimientos de su vida, que comienza en el ambiente rural del shtetl y finaliza en la ciudad de Viena. En 1918, justo con dieciocho años, es llamado a filas al final de la Primera Guerra Mundial, una incorporación tardía que hace que no llegue a entrar en combate, pero nos deja momentos realmente memorables sobre su estancia en el ejército. Cuando regresa a Kolodetz, el pueblo pertenece ya a una Polonia independiente, una vez establecidas las nuevas fronteras de Europa tras la guerra.

Más tarde, en 1939, aparece como ciudadano soviético después de que Rusia ocupara la parte oriental de Polonia. En los siguientes capítulos la zona es ocupada de nuevo, esta vez por Alemania, y el sastre trasladado primero a un campo de trabajo y más tarde a uno de concentración. En una época de movimientos de fronteras y cambios de identidades, seguido por la mala suerte y a veces los malos entendidos, Isaac pasa también por la experiencia del gulag ruso para terminar su historia, los cinco libros que componen su propio Pentateuco, en Viena, donde trabajará como importador de máquinas de coser y materiales de confección.

Muchos chistes y juegos con los estereotipos y tópicos sobre la gente de su etnia y su cultura aparecen en la novela, en general con el punto de vista indulgente —eso sí— con el que se contempla lo que se conoce bien y se aprecia. ¿Y gracioso? Mucho y casi todo el tiempo. Veremos a lo largo de la narración en qué ocasiones abandona Isaac ese tono que es la seña de identidad de su discurso y también cómo explica qué es lo que ha decidido contar:

¡Es mejor que no describa el infierno que nos tocó vivir! Muchos lo han hecho antes y mejor de lo que lo podría hacer yo. Han quedado lejos los tiempos de las primeras revelaciones espeluznantes, han amainado las oleadas de horror que como un maremoto inundaron la conciencia de la humanidad después de la guerra. Se han rodado miles y miles de metros de película, se han amontonado montañas enteras de expedientes y de memorias en las que cada uno miraba su propio trocito de verdad a través del cerrojo de su experiencia individual. (…) Te voy a ahorrar el relato de muchas cosas consabidas de las que tal vez estés ya hasta la coronilla.

Coherente con este pensamiento, crea un equilibrio entre la realidad que conocemos por la Historia y la parte que él deja ver, donde esa manera humorística de contar tiene un especial protagonismo. También nos ofrece visiones bastante matizadas sobre los acontecimientos, visiones que igualmente nos demanda:

Si perteneces a la generación que vivió aquellos tiempos, en la matriz de tu memoria debe de haberse grabado el hecho de que no fueron sólo días de sufrimiento, de tristeza por los seres queridos que se habían perdido y por los pueblos y ciudades hechos cenizas, sino también de esperanza de que el Mal se hubiera extinguido de una vez por todas y que no se repitiera nunca jamás. (…) También eran días —hablemos sin tapujos— de mucho odio y de ganas de venganza. Son pasiones que ciegan el alma y nos vuelven a veces injustos, aunque no debes juzgar aquellos brotes lejanos de furia desatada sentado cómodamente en el café Sacher, donde acaban de servirte un nuevo Martini con mucho hielo y una aceituna.

Te acordarás que por aquél entonces en toda Europa fusilaban a los verdugos fascistas y a sus colaboradores: unas veces después de un juicio justo y otras siguiendo procedimientos más rápidos. (…) La gente mostraba una intolerancia casi fisiológica hacia todo lo que tenía que ver con el fascismo: en el París librepensador, normalmente tolerante hacia las debilidades y las pasiones humanas, paseaban por la calle para escarnio público a unas chicas llorosas y humilladas con la cabeza rapada por haber bailado y tal vez por haberse acostado con soldados alemanes (…). Desde todas partes de Europa se mandaban a Noruega paquetes postales con los libros del premio Nobel de Literatura Knut Hamsum enviados por particulares o por bibliotecas públicas. Los indignados lectores se los devolvían al escritor, protestando contra su actitud benevolente respecto al fascismo. La noción de «colaboracionismo» adquirió dimensiones tan borrosas que en algunos países se llegó a prohibir la música del colaboracionista Richard Wagner, mientras otros creyeron que Friedrich Nietzsche pertenecía al círculo más cercano a Hitler, que era un primo hermano suyo, que como todos los nazis en aquel momento quería lavarse las manos traspasando la culpa a un tal Zaratustra, que le habló así.

Son muchos los personajes que conviven con el protagonista y otros que van apareciendo y desapareciendo en el curso de su biografía. Merece la pena detenerse en el rabino Samuel Bendavid, una figura de referencia, de “contrastes” —¡maestro religioso y a la vez presidente del Club de Ateos de Kolodetz!—, y voz de la cordura en muchas ocasiones. De él escuchamos este mensaje antibelicista dentro del contexto de la Primera Guerra:

—¡Todo es una tontería inmensa! —dijo el rabí Samuel— ¡Tontería de las tonterías! ¡Una soberana tontería! ¿Para qué estoy aquí?, os pregunto. Para ser vuestro guía espiritual, para que podáis, al morir en combate, presentaros sin problema ante nuestro Dios Jehová, santificado sea su nombre. Lo mismo tienen que hacer mis colegas —católicos, adventistas, protestantes, los del Séptimo Día, ortodoxos y musulmanes— por el honor del emperador y la gloria de su respectivo Dios. Pero decidme qué sentido tiene, cuando yo sé que al otro lado de la trinchera hay un colega mío, un rabino, que se empeña en guiar espiritualmente a nuestros muchachos —pero ¿quién es capaz de aclararme si son nuestros o no lo son?— para que luchen contra vosotros, para que os maten en nombre de su emperador y de Jehová, santificado sea su nombre. Y cuando termine la guerra y los labriegos vuelvan a arrastrar sus arados, en el campo relucirán los huesos, los nuestros revueltos con los «no nuestros», y nadie sabrá en nombre de qué emperador ni de qué Dios habréis perecido.

En definitiva, es una novela llena de detalles, de reflexiones, de reflejo de costumbres, y de pequeñas y divertidas fabulaciones, pero quizás lo que más conmueve es esa manera que tiene Isaac de tratar con la desgracia. Todas las opciones son legítimas, y a veces no son ni siquiera opciones, es lo que surge sin más, pero ese modo de presentar los diferentes estratos de realidad, la tristeza y el lado cómico, ese no describir «el infierno que nos tocó vivir», su decisión de continuar viviendo a pesar de todo… dejan una huella especial.

Angel Wagenstein es búlgaro, de familia sefardí, nacido en 1922. Es guionista de cine y una figura de prestigio en su país y en el Este de Europa. Visitó España en 2010 con  ochenta y siete años para presentar Lejos de Toledo. Se le hicieron diferentes entrevistas, una de ellas para la revista M’Sur, en la que habló acerca de su vida, sus libros y muchas otras cuestiones. El Pentateuco de Isaac forma parte de un tríptico —más que trilogía, aclara el autor— compuesto por otras dos obras (Adiós Shanghai y Lejos de Toledo). Estas novelas, editadas por Libros del Asteroide, se encuentran en la colección de las bibliotecas de la Universidad.

V. Maldonado

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